lunes, 28 de febrero de 2011

El desfile de las apariencias


En un pasado no tan lejano, la gala de los Oscars era un espectáculo que sorprendía por su frescura, su originalidad, su sentido del espectáculo y algunos (sólo algunos) destellos de calidad y emoción.

¿Frívola?

Por supuesto, esto es Hollywood, señores. Si buscan gafapastismo, compromiso, denuncia y profundidad, búsquense la vida en alguno de los múltiples festivales europeos, muchos de los cuales el espectador medio o bien desconoce, o bien le produce reminiscencias a cualquier cosa menos a cine. Muchos de ellos afirmaran sin rubor que el Oso de Berlín es un magnífico ejemplar de plantígrado germano, que la Palma de Oro de Cannes será, por lo siglos de los siglos, la de Camarón de la Isla, o que el León de Venecia está en serio peligro de extinción.

Los “entendidos”, los críticos (esos malévolos seres de verborrea inigualable, capaces de realizar críticas de una cuartilla y media en la cual, a duras penas, sólo logras llegar a entender el nombre de los actores), tienen en estos escaparates su reducto de fe, donde deleitarse con maravillosas películas iraníes o malayas, depende la cosecha del año, donde comer palomitas está penado con la horca, mientras que un ligero carraspeo de la garganta es contestado desde el fondo del patio de butacas con el legendario “CHHSSSSSSSTTTTT!!!”.

Los que hemos sido espectadores de los Oscars sabemos a lo que vamos, y estamos vacunados contra esas pequeñas dosis de extravagancia típica americana, con lo cual nos sentamos ante el televisor, rellenamos nuestras quinielas y esperamos el veredicto de los ilustres miembros de la academia hollywodiense.


Pero una cosa son pequeñas píldora de vanidad y otro que nos tomen por estúpidos paletos ramplones, hambrientos de cualquier basura que ofrezcan en la pantalla con tal de huir de nuestras monótonas realidades.El problema surge cuando el espectáculo pierde la frescura,cuando la ceremonia se vuelve plúmbea, cuando la originalidad es una frontera tras la que nadie se aventura por miedo a quedar desterrado para el resto de la eternidad. Y sobre todo, cuando la emoción, la ternura, el miedo, son sustituidos por la previsibilidad y el marketing comercial. Lo ineludible es vender, sacar pasta gansa. "American Beauty" fue un brevísimo momento de inspiración irreverente, "Pulp fiction", un momento de gamberrismo compartido por varios a la vez, que a pesar de todo no osaron nombrarla mejor película del año, como era menester. En su lugar, triunfó "Forrest Gump"...

¡¡¡Forrest Gump!!!!

Quiere ganar un Oscar?

Cuénteme una historia de superación personal, o de valores inseparables de la congénita bondad humana, cualquiera de las dos me vale, póngame un actorzuelo cuya cara nos sea reconocible,caracterízele con algun tipo de deficiencia física o psicológica, aderécelo con un secundario brillante (al cual por supuesto no premiaremos, que ése se lo tenemos que otorgar siempre a Woody Allen, por compensar), y escriba un guión digno de Disney, o de Spielberg,para el caso es lo mismo. Y, a poder ser, gástese mucho dinero que luego recuperaremos en la taquilla una vez al cartel le agreguemos unos cuantas estatuillas doradas en la cabecera. Y se lo doy. En bandeja de plata. Casi no tendrá que pasar ni por las urnas, en cuanto sea nominado todos los dedos le señalaran a usted y a su obra como nuevo icono cinematográfico.

No se le ocurra ir más lejos. No ruede de forma original. No innove. No me hable de la realidad, queremos huir de ella. No sonroje a la élite de la casta cinematográfica. Para eso, el único premio posible es el ostracismo.

Lo que importa a día de hoy ni siquiera son los premios. Sino lo supérfluo, la alfombra roja, donde acuden las rutilantes estrellas del firmamento engalanadas con su mejor bottox. Los trajes de Vitorio, Valentino, Versace, y demás gentuza, los abalorios, las joyas, las operaciones de lifting, de pecho, de culo, de papada, de cuello, de orejas, de lo que sea, las sonrisas impostadas, las relaciones endogámicas, los polvos fuera de cámara, la vanidad absoluta, la insustancialidad. Glamour se le llama a eso, dicen.

Y mientras asitimos perplejos al homenaje que se dan a sí mismos anuncios andantes de cirugía estética y vendedores de eslóganes pseudofilantrópicos con la pretensión de darnos lecciones vitales, preguntémonos en que momento la sensibilidad quedó relegada tras los artificios del desfile de las apariencias.

miércoles, 23 de febrero de 2011

Un golpe en familia




Un día como hoy hace 30 años mi abuela bajaba corriendo por la Puerta del ángel, en Barcelona, arrastrando de la mano a mi madre, por aquel entonces una adolescente pizpireta, y empujando con la que le quedaba libre el carrito donde yo dormía plácidamente, ajeno a todo lo que ocurría a mi alrededor.

Mi abuela nunca fue una gran narradora y solía esquivar con habilidad de funambulista cualquier impertinente pregunta que el mozalbete deslenguado que fui más adelante le dirigía, tratando de hacer encajar las piezas del puzzle de mi niñez.

Sin embargo, las palabras manaban de su boca a borbotones cuando recordaba aquel día en que se puso a prueba la democracia en España y no dudaba en retratarse a ella misma como la más certera imagen de una madre coraje, salvando a su familia de la supuesta amenaza de los tanques que se acercaban inexorablemente a la capital catalana según  rumores mundanos, abriéndose a paso a empellones entre la muchedumbre confundida para llegar al seguro refugio del hogar. Una vez allí, cerró la puerta con tres llaves y, por si las moscas, atrancó la puerta con una estantería, como si escondiéramos debajo de la cama al mismísimo Che Guevara. Unos minutos antes, un guardia civil salido del agujero más oscuro de la historia española, con pinta de paleto en busca de experiencias freaks en la capital, había asaltado el Congreso de los Diputados con un grupo de pobres diablos que ni siquiera sabían donde iban, esgrimiendo por todo argumento una pistola y un aire tabernario, y dejando para el recuerdo las dos mayores joyas expresivas que haya dado este país en siglos: “Quieto todo el mundo” y “se sienten, coño”.

En aquella España de principios de los 80, de atentados de ETA, heroína, Alaskas, Pegamoides, crestas rojas, pantalones de campana, pelos largos, camisas abiertas, cueros y demás,  ahíta de libertad tras una feroz represión católica-conservadora de casi 40 años, aquella figura casi surrealista de un personaje con mostacho y tricornio que se presentó en medio de una fiesta a la cual nadie le había invitado, causó un pavor que encerró a toda España en sus casas, esclavas de la televisión y la radio durante toda la noche mientras las noticias se sucedían a cada minuto.

Allí, sentados alrededor de  una vieja radio, mi familia siguió los acontecimientos que se sucedían. Mi abuela comiéndose las uñas, haciendo gala de su siempre contagioso optimismo: “Nos van a matar a todos, ya decía yo que tanta libertad nos estaba desmadrando”, mi abuelo con una cerveza en la mano pidiéndole que se callara y le dejara escuchar la radio de una “puta vez”, y mi madre confabulaba con su hermana tratando de arrancarme una sonrisa o limpiándome las babas, vaya usted a saber. Las noticias eran confusas: que si el ejército se había levantado en Valencia, que si la división de Brunete se cernía sobre Madrid, que si habían ejecutado a Suárez y Carrillo, y un largo etcétera, hasta que pasada media noche el rey apareció al rescate, imbuido de un fervor democrático que posiblemente ni él conocía, declarándose partidario del mantenimiento de la constitución y, ya que estamos, garantizándose de paso su legitimidad  como jefe de estado para el resto de sus días.

Poco importa para el resto de la historia que ese súbito amor incondicional hacia la democracia surgiera casi siete horas después del asalto, una vez el coronel Tejero despreciara la oferta del general Armada  de formar un gobierno de concentración entorno a su persona, convirtiendo lo que pretendía ser un golpe blando en un golpe puro y duro.  Y tampoco importó que fuera él mismo rey el que alimentara el golpe denostando a un Suárez superado por los acontecimientos.

Esa parte de la historia se olvidó por el camino.

Sin embargo, lo más bochornoso de aquel largo día no fue la patética huida a trompicones de los guardias civiles por las ventanas del congreso, ni los tejemanejes telefónicos del rey y los militares en las largas horas que la democracia fue secuestrada, ni siquiera que un periódico sueco titulara su edición matinal del día siguiente “Toreros toman el parlamento en España”. Lo más vergonzoso fue la pasividad de una ciudadanía que una vez más se quedó en casa, a la espera de órdenes del gobierno que saliera de aquella algarada, demasiado temerosa como para tomar la calle y reivindicar las libertades que se habían recuperado tras años de plomo y silencio.

De las pocas muestras de valor que se recogieron en aquel entonces, se ha hablado mucho de la imagen de Suárez y Gutiérrez Mellado sentados impasibles en su escaño mientras las balas silbaban sobre sus cabezas, pero el único gesto de valor auténtico lo encuentro en el secretario general del Partido Comunista que, siendo el que tenía todos los números para llevarse un tiro perdido en aquella aciaga jornada,  cuando le apuntaron con el fusil y le instaron a levantar las manos, sonrió y contestó al joven fascista “Disculpe joven, pero estoy fumando”.

Cosa que, por cierto, ahora no podría hacer.

martes, 22 de febrero de 2011

Un nuevo comienzo


Siempre resulta un tanto complicado renovar viejos hábitos abandonados hace tiempo. Cuando aún era un niño imberbe que correteaba por el patio del colegio detrás de una pelota, me invadió la afición por la lectura, y con el tiempo busqué emular a mis idolatrados autores de mi infancia, como Dickens, Julio Verne o aquella autora de una saga infantil que tanto cautivó a toda mi generación, Enid blyton.

Por aquel entonces  mis inicios novelescos consistían en historias algo truculentas y cogidas con alfiler sobre desastres naturales, en los cuales el protagonista salvador siempre era yo, y mi compañera femenina de desventuras (que obviamente se enamoraba locamente de mi), aquella chica de la ultima fila de clase que siempre me gustó, pero a la que nunca me atreví a dirigirle la palabra. Sin embargo, cuando con 12 años estaba convencido que iba a publicar mi primera obra maestra me hastiaba excesivamente pronto y abandonaba mi cometido, liquidando a todos los personajes de la novela (incluido yo mismo) sepultados en un alud, o ahogados en un terrible naufragio de sangre entre terroríficos rayos y furibundas olas, tras haber llenado la nada despreciable cantidad de una veintena de hojas, que a mi se me antojaba un logro sin igual.

Recuerdo vivamente la cara que me puso mi madre el día que me dieron un premio en un concurso literario del colegio. Fue por aquel entonces cuando los profesores la convencieron que yo era un futuro autor de éxito y le convencían que un día ganaría el poulitzer, sin darse cuenta que lo único que hacia en los exámenes era parafrasear los apuntes que tomaba en clase, aprovechando una memoria fotografica  con la que la naturaleza me había dotado. Sin embargo, ese convencimiento no les eximía de llamarme la atención durante las clases, cuando mi mente fantasiosa me llevaba a un lugar muy lejano del que me encontraba, y miraba sin ver a aquel individuo del atril que pronunciaba mi nombre cada vez en un tono mayor haciéndome abandonar mi ensoñación de una vida que no era la mía, y que sin embargo sentía mas mía que ninguna.

Con el tiempo se me hizo más difícil escribir. Me sentaba delante de la cuartilla en blanco y me invadía una extraña sensación de desasosiego. Un miedo absurdo ante la responsabilidad de plasmar mis pensamientos en esa hoja en blanco que me desafiaba desde el otro lado de la pantalla. Dejé de escribir, y cuando lo hacia simplemente era para desahogarme por una mala racha que estaba pasando, llenando esa cuartilla en blanco de ripios contra un mundo que no acababa de entender. Sin embargo, como todo lo que he empezado en la vida, nunca concluía, y cuando el sol amenazaba con brillar entre las rendijas de la persiana, me sorprendía ojeroso tras una noche en vela y avergonzado por haber mostrado mi debilidad ante ese trozo de papel del cual renegaba al instante, condenándolo al ostracismo del fondo de la papelera.

En realidad ,el hecho de nunca acabar lo que empiezo es una de lás más pesadas losas que me acompañan desde siempre, y no es patrimonio exclusivo de la escritura. Durante un tiempo quise ser ciclista, admirado por las gestas francesas de aquel extraño robot inhumano llamado Indurain, pero en cuanto conseguí ahorrar lo suficiente como para comprarme una bicicleta de carretera (nada económica, por cierto) ésta acabó criando malvas en el trastero de la casa de mi abuela. Durante un tiempo también traté de aprender a tocar la guitarra, pero cuando acepté mi incapacidad congénita y arrítmica ante la música, acabó acompañando a la ya oxidada bicicleta,. Mi último y sonado fracaso fue cuando recuperé mi vieja vocación infantil de ser bombero, me compré todos los libros de teoría habidos y por haber, todo el material necesario para sacarme unas oposiciones a las que nunca me llegué a presentar, sudé la gota gorda día tras día en el gimnasio para superar las exigentes pruebas físicas, y cuando llegó el momento de la verdad, desdeñé la opción, reconociéndome a mi mismo que no era capaz de sacrificar mi disoluto presente por un futuro siempre demasiado lejano.

El tiempo dirá si este nuevo principio tiene su continuación o acaba, como todos los demás, enterrado en el desván donde almaceno los recuerdos de los sueños que nunca me atreví a perseguir.