miércoles, 23 de febrero de 2011

Un golpe en familia




Un día como hoy hace 30 años mi abuela bajaba corriendo por la Puerta del ángel, en Barcelona, arrastrando de la mano a mi madre, por aquel entonces una adolescente pizpireta, y empujando con la que le quedaba libre el carrito donde yo dormía plácidamente, ajeno a todo lo que ocurría a mi alrededor.

Mi abuela nunca fue una gran narradora y solía esquivar con habilidad de funambulista cualquier impertinente pregunta que el mozalbete deslenguado que fui más adelante le dirigía, tratando de hacer encajar las piezas del puzzle de mi niñez.

Sin embargo, las palabras manaban de su boca a borbotones cuando recordaba aquel día en que se puso a prueba la democracia en España y no dudaba en retratarse a ella misma como la más certera imagen de una madre coraje, salvando a su familia de la supuesta amenaza de los tanques que se acercaban inexorablemente a la capital catalana según  rumores mundanos, abriéndose a paso a empellones entre la muchedumbre confundida para llegar al seguro refugio del hogar. Una vez allí, cerró la puerta con tres llaves y, por si las moscas, atrancó la puerta con una estantería, como si escondiéramos debajo de la cama al mismísimo Che Guevara. Unos minutos antes, un guardia civil salido del agujero más oscuro de la historia española, con pinta de paleto en busca de experiencias freaks en la capital, había asaltado el Congreso de los Diputados con un grupo de pobres diablos que ni siquiera sabían donde iban, esgrimiendo por todo argumento una pistola y un aire tabernario, y dejando para el recuerdo las dos mayores joyas expresivas que haya dado este país en siglos: “Quieto todo el mundo” y “se sienten, coño”.

En aquella España de principios de los 80, de atentados de ETA, heroína, Alaskas, Pegamoides, crestas rojas, pantalones de campana, pelos largos, camisas abiertas, cueros y demás,  ahíta de libertad tras una feroz represión católica-conservadora de casi 40 años, aquella figura casi surrealista de un personaje con mostacho y tricornio que se presentó en medio de una fiesta a la cual nadie le había invitado, causó un pavor que encerró a toda España en sus casas, esclavas de la televisión y la radio durante toda la noche mientras las noticias se sucedían a cada minuto.

Allí, sentados alrededor de  una vieja radio, mi familia siguió los acontecimientos que se sucedían. Mi abuela comiéndose las uñas, haciendo gala de su siempre contagioso optimismo: “Nos van a matar a todos, ya decía yo que tanta libertad nos estaba desmadrando”, mi abuelo con una cerveza en la mano pidiéndole que se callara y le dejara escuchar la radio de una “puta vez”, y mi madre confabulaba con su hermana tratando de arrancarme una sonrisa o limpiándome las babas, vaya usted a saber. Las noticias eran confusas: que si el ejército se había levantado en Valencia, que si la división de Brunete se cernía sobre Madrid, que si habían ejecutado a Suárez y Carrillo, y un largo etcétera, hasta que pasada media noche el rey apareció al rescate, imbuido de un fervor democrático que posiblemente ni él conocía, declarándose partidario del mantenimiento de la constitución y, ya que estamos, garantizándose de paso su legitimidad  como jefe de estado para el resto de sus días.

Poco importa para el resto de la historia que ese súbito amor incondicional hacia la democracia surgiera casi siete horas después del asalto, una vez el coronel Tejero despreciara la oferta del general Armada  de formar un gobierno de concentración entorno a su persona, convirtiendo lo que pretendía ser un golpe blando en un golpe puro y duro.  Y tampoco importó que fuera él mismo rey el que alimentara el golpe denostando a un Suárez superado por los acontecimientos.

Esa parte de la historia se olvidó por el camino.

Sin embargo, lo más bochornoso de aquel largo día no fue la patética huida a trompicones de los guardias civiles por las ventanas del congreso, ni los tejemanejes telefónicos del rey y los militares en las largas horas que la democracia fue secuestrada, ni siquiera que un periódico sueco titulara su edición matinal del día siguiente “Toreros toman el parlamento en España”. Lo más vergonzoso fue la pasividad de una ciudadanía que una vez más se quedó en casa, a la espera de órdenes del gobierno que saliera de aquella algarada, demasiado temerosa como para tomar la calle y reivindicar las libertades que se habían recuperado tras años de plomo y silencio.

De las pocas muestras de valor que se recogieron en aquel entonces, se ha hablado mucho de la imagen de Suárez y Gutiérrez Mellado sentados impasibles en su escaño mientras las balas silbaban sobre sus cabezas, pero el único gesto de valor auténtico lo encuentro en el secretario general del Partido Comunista que, siendo el que tenía todos los números para llevarse un tiro perdido en aquella aciaga jornada,  cuando le apuntaron con el fusil y le instaron a levantar las manos, sonrió y contestó al joven fascista “Disculpe joven, pero estoy fumando”.

Cosa que, por cierto, ahora no podría hacer.

3 comentarios:

  1. Tus cojones... les cuchen, coño... cuanta razón hay en algunas de esas palabras... por otro lado... la invención de esa historia inicial, más que a la real realidad, se parece a un capitulo de la serie "Cuentame", que ya teniamos televisión en esa época! ....jejejeje, muy acertado, me gusta tu historia y como la cuentas, aunque al secretario del PC se le unieron con cojones, otras personas, pocas, pero los hubo también.
    Un Catalán que te conoce

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  2. No se si será invención, así me la contaron a mi. Puedes preguntar, a ver si a ti te dan mas detalles de los que me dieron a mi. ;)

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  3. que lo cuentas bien, muy bien... dominas el arte de contar....

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