martes, 29 de marzo de 2011

Los Antitodo, la revolución eterna.



Están entre nosotros. Han llegado silenciosamente, sin estridencias. Y están aquí para quedarse. No corresponden a ningún canon estándar, como algunos malintencionados medios pretenden hacer creer. Puede ser esa chica rastas que pasa a tu lado por la calle mientras hace malabares con los bolos. O el punki de la esquina que siempre te pide un “pa el bocadillo”, o la atractiva chica con gafas de pasta que te mira por encima de su montura cuando entras en un bar bohemio de Mont-Martre. O un afamado y respetable escritor, profesor de universidad e intelectual de toda la vida Esa es la grandeza, han evolucionado y ya no son fácilmente distinguibles para el común de los mortales.

Son los Antitodo.

Una especie que cada día crece más, se extiende como un reguero de pólvora imparable, y se identifican por algo en común: son los auténticos poseedores de LA VERDAD. Así con mayúsculas. Se reconocen entre ellos por sus gustos comunes, básicamente todo lo que contenga la palabra “alternativo”, da igual lo que sea, a todo se le puede poner.: argumento alternativo, comida alternativa, música alternativa, periódico alternativo... Lo alternativo es su último u único fin, su motivo de existencia, su Ítaca particular. Puede haber algo que les guste y les apasione sobremanera, que les haga extasiarse y disfrutar, pero si deja de ser alternativo y pasa a ser también del gusto del resto de los pobres y poco curtidos mortales, entonces ya se reniega y maldice del mismo. Pasa a ser algo pervertido por el capitalismo, algo mundano, soso, vacuo, carente de autenticidad.

Dichos antitodo consideran que han conseguido acceder a la información más veraz y completa, a la autentica realidad que subyace bajo la más abyecta manipulación mediática, y eso lo han conseguido a través de una prolongada y esforzada investigación que, en realidad se basa en tres páginas webs y en los artículos de dos personajes icónicos en su mundo (sin contar a Willy Toledo, claro). Poco más. Dichos personajes icónicos nunca se alejan del dogma anti-sistema, se conoce de antemano su posición, con lo cual para argumentar simplemente hay que esperar la publicación de su artículo o una rueda de prensa, y a partir de entonces, repetir palabra por palabra los mismos argumentos. Como una misa, vaya. La reflexión personal e independiente no acostumbra a existir. Se definen por el NO. No a los gobiernos, no a la guerra, no al imperialismo, no a las empresas, no a las normas, no a la sociedad. Aunque podríamos extendernos largamente sobre cada una de las mismas, hay una muy de moda a día de hoy, así que vamos a ella. El “No a la guerra”, en cualquier caso y circunstancia. Y para ello que mejor que exponer el caso de Libia

Se ha producido una sorprendente mutación de un tiempo a esta parte en los Antitodo, cuyo punto de inflexión fue la intervención occidental en Libia según el dictado de la resolución 1973 de la ONU. Antes de esa determinación, los rebeldes libios eran unos mártires que luchaban románticamente por su libertad, cercenada por un monstruo sanguinario desde hacía 42 años. Por aquel remoto entonces, la mayor crítica a Occidente era la impasibilidad de los gobiernos “imperialistas” ante la masacre que se llevaba a cabo en Libia, y se exponían como trofeos fotografías de los diversos líderes con el fantoche libio, cerrando tratos petrolíferos multimillonarios y acusando de apoyar a semejante personaje. Si no se hacía nada era por el petróleo, puesto que Gadafi encarnaba la seguridad en el suministro del mismo.
Todo cambió de la noche a la mañana cuando los aviones franceses y los portaaviones americanos entraron en liza para proteger a la población de la entonces sitiada Bengasi. A partir de ese momento, la historia cambió. Se intervino para hacerse con el petróleo libio, los rebeldes eran sospechosos de ser súbditos del imperialismo y Gadafi no era un mal tío, sino una víctima más de los maléficos poderes que dominan el mundo, prácticamente el yerno que toda suegra desería tener. Abrumador.

Hay dos razones básicas que vertebran todo su hilo argumental. El control del petróleo libio y la incongruencia de intervenir en Libia pero no hacerlo en el resto de países árabes en conflicto. En relación a ésta última cabe preguntarse dos cosas, “Se ha degradado la situación en resto de países al mismo nivel que en Libia?” Evidentemente, no. “¿Entonces si se actúa en el resto de países, apoyareis todas las intervenciones?”. Resulta difícil de creer. Es evidente que si Libia no abasteciera de crudo al resto de Europa, no se habría intervenido, sin embargo, ¿es ésta suficiente razón para negar que se trata de una intervención justa? ¿Sería mucho más ético dejar que Gadafi masacrara a la población de Bengasi para ser consecuentes con nuestra actitud? ¿De verdad se prefería eso? Puesto que estas preguntas tienen una respuesta incómoda aparece el argumento de “Lo que se tendría que hacer es no haber apoyado a dictadores para nuestros intereses”. Completamente de acuerdo. Los gobiernos han hecho tratos con manos manchadas de sangre por sus intereses a lo largo de los años. Sin embargo a la máquina del tiempo que tienen construida todos los gobiernos bajo el suelo de los palacios presidenciales aún le faltan unos retoquecillos, así que hemos de lidiar con el presente. Insisto, ¿Que es entonces lo que se ha de hacer?.

La tesis del petróleo es todavía más falaz. Se interviene para controlar el petróleo libio, como si éste no fuera ya explotado y comercializado por empresas occidentales. Supongo que este trasnochado argumento se debe a las fechorías cometidas en el pasado reciente por EEUU en Irak. En realidad, Gadafi encarnaba el mantenimiento y la seguridad del flujo del crudo hacia Europa, y lo que más le convendría a ésta es el statu quo, que Gadafi ganara la guerra y volver a asegurar el bombeo bajo su mando. En los últimos tiempos han surgido unos curiosamente oportunos artículos sobre la posible nacionalización del petróleo libio. Sin entrar a debatir las fuentes de esa noticia, hemos de leerla en profundidad. Y al efectuar esa lectura, y no quedarnos en el sensacionalista titular de “Libia pretendía nacionalizar el petróleo”, encontramos que en Enero del 2009 Gadafi expuso dicha posibilidad ante la bajada sin precedentes del precio con motivo de la crisis internacional. No se hizo durante dos años, y pensar que se iba a hacer justo ahora, con el petróleo al triple del precio de entonces (y por lo tanto desacreditando todo la argumentación)entra en un terreno tremendamente resbaladizo.

Ah!! Me dejaba el tercer gran argumento. Cuando todo falla, siempre le podemos echar un vistazo rápido y extenso al historial criminal del imperialismo. En una demostración intelectual sin par, te glosarán todos los desmanes que se han cometido a lo largo de la historia: Israel, Allende, Jemeres Rojos, el Congo... todo vale en ese inmenso cajón de sastre. Y lo más singular, es que posiblemente estemos de acuerdo en casi todo(con matices), pero cada caso en el que se juegan vidas se merece un razonamiento particular e independiente. Eso si, es una forma efectiva y certera de desviar la conversación.

El mejor argumento que se puede utilizar para estar en contra de la guerra (o lo que demonios sea), irrebatible y completamente respetable es el ultrapacifismo. Sin embargo por mi parte hasta que no vea flores para misiles me seguirá pareciendo más una pseudo-religión que una ideología racional

Posiblemente la intervención en Libia sea la peor opción con la excepción de todas las demás (parafraseando a Churchill). Será difícil que el régimen caiga por la presión de los bombardeos desde el aire, y la guerra civil tenderá a enquistarse sin ningún avance, hasta una posible partición del país. Pero...ahora en serio, ¿había alguna otra opción para la que no necesitáramos máquinas del tiempo?

Tampoco sería justo despreciar siempre a los Antitodo. En realidad, suponen un sector de la opinión pública necesario e imprescindible en las sociedades democráticas, pues nos invitan a plantearnos alternativas a las versiones oficiales, a percatarnos de las muchas y variables manipulaciones a las que nos vemos sometidos en nuestro día a día. Eso es algo completamente sano. Pero también convendría que no trataran a los demás como analfabetos crédulos e impasibles a expensas de los tejemanejes de los grandes titiriteros mundiales.

lunes, 14 de marzo de 2011

Con turbante y (bombardeando) a lo loco


Sentado en su trono apuntalado por miles de litros de petróleo y sangre, protegido por sus 60 amazonas vírgenes, bajo el cielo estrellado del inexpugnable desierto líbico, el sanguinario payaso de Trípoli contempla como su país se desangra por la lacerante herida infringida por el ansia de libertad, intocable en su burbuja de oro negro, sabedor de que nada torcerá su voluntad una vez más.

En mi imaginación, lo veo tomando parsimoniosamente un “shai”, ataviado con cualquiera de sus estrafalarias prendas que simulan ser un homenaje modista a las tradiciones africanas, hojeando las portadas de los periódicos mundiales, donde es denigrado y acusado de genocida, con sonrisa burlona, orgulloso de su resistencia, convencido de su eternidad. Es un superviviente, los numerosos intentos de apartarle del poder a lo largo de los años han acabado con el fusilamiento de los que osaron alzar la voz contra él, con la vergonzosa connivencia mundial ante sus delitos. Es una deidad intemporal, un ser superior, un iluminado, un símbolo de la revolución de 1969, perenne en la historia..

Se muestra desafiante ante las cámaras, incluso obsequia con algunas risas a los periodistas que le interpelan sobre su posible marcha, convencido de que la Primavera árabe no tocará a su puerta. Egipto y Túnez fueron regímenes frágiles que sucumbieron a las manifestaciones por la democracia., unos cobardes que no osaron usar las armas contra su pueblo para afianzarse en el poder, unos inútiles que no lograron controlar al ejército. Él fue más astuto, más sagaz, más cruel. Dejó de lado a su ejército convencional del cual desconfiaba, fundó su propia guardia pretoriana, y para evitar problemas de conciencia de los soldados que disparaban contra su propia gente, completó el cuadro con mercenarios subsaharianos sin nada que perder. El sueño de libertad se desvanece con el paso de los días. Nada cambiará en Libia. La sangre derramada sólo servirá para que el régimen refuerce su censura y su represión ante la población civil.

Mientras la comunidad internacional da una nueva lección de ineptitud, deliberando sobre un zona de exclusión aérea que en cualquier caso siempre llegaría demasiado tarde y ni tan siquiera serviría para equilibrar mínimamente la contienda, las tropas leales a Gadafi cabalgan hacia la capital rebelde, Bengasi, donde se teme una matanza de proporciones bíblicas.

Aquel revolucionario que quiso encarnarse en patriarca de Africa se ha convertido en el mayor escollo para el despertar árabe. Ha demostrado que no hay revolución sin fusiles. Que el romanticismo desatado tras la caída de sus dos amigotes, carece de razón de ser. Hay una cruda realidad ante la cual el mundo cerraba los ojos. Los dictadores no los pone y quita la sociedad, sino las armas y la sangre. De nada servirán las multitudinarias manifestaciones, el grito del hambre, el deseo de dignidad. Serán reprimidos, torturados, ajusticiados. Las leyes mundiales impiden la intervención en asuntos nacionales, excepto en casos muy contados con un sinfín de condiciones y reuniones.
Y mientras el horror se extiende por Libia, asistimos a la interminable sucesión de reuniones, donde los mandatarios más poderosos del mundo hacen un paripé anodino, simulando mover hilos hacia ninguna parte. Eso sí, el sátrapa ha conseguido lo impensable. Demostrar ante el mundo que la hipocresía no es propiedad absoluta de occidente, sino que es un patrimonio universal. Nadie le ha negado nunca el saludo, nadie se opuso a su “peculiar” manera de llevar un país carente de intituciones. Da igual sea Occidente o los denominados antiimperialistas. Los anti-sistema han languidecido ante la respuesta de Chávez a la crisis. Los partidarios del mundo occidental se avergüenzan de las fotografías publicadas en los periódicos de sus máximos mandatarios, en pose sonriente junto al autodenominado líder libio.

Pero no hay problema, dentro de un tiempo, Chomsky escribirá un brillante artículo, demostrando fehacientemente los lazos de los rebeldes con el gobierno americano, y de esta manera, todos los supuestos antisistema limpiaran su conciencia por haberse opuesto a una intervención exterior con la vibrante prosa del ídolo antisistema. Con el tiempo, Gadafi será rehabilitado y los millonarios contratos petrolíferos dejarán patente la hipocresía occidental llenando las arcas de su prole.

Cúal es el límite del principio de no-ingerencia en asuntos nacionales? Qué es necesario que se vea por televisión para que la comunidad internacional actúe? Cúanta sangre más se ha de derramar para que se alcance ese llamado “deterioro objetivo de la situación” al que tanto aducen las instituciones internacionales?

Estados Unidos perdió su credibilidad como defensor de la libertad con su cínica política exterior durante el siglo XX en Sudamérica, y acabó de enterrarse en el laberinto iraquí. La comunidad internacional está demasiado fragmentada como para tomar decisiones de calado, y lo único que consigue eso es sentar un peligroso precedente: hay barra libre de sangre. Cualquier dictador que decida sofocar una revuelta mediante las armas tendrá en su favor la más absoluta impunidad. Lo acontecido en Libia marcará un definitivo punto de inflexión en las revueltas árabes.

El hombre que desafía al mundo, el mismo personaje díscolo que es capaz de contratar decenas de azafatas en Roma para adoctrinarlas sobre el Corán, el que planta en un parque en medio de una ciudad su jaima allí donde vaya, el que transporta en aviones camellas para beberse su leche durante reuniones internacionales, permanece en su sitio, en su trono, en su nube celestial.

Y lo único que quedarán serán los escombros de un sueño y la terrible impotencia de quién no tiene el destino en sus manos.

lunes, 28 de febrero de 2011

El desfile de las apariencias


En un pasado no tan lejano, la gala de los Oscars era un espectáculo que sorprendía por su frescura, su originalidad, su sentido del espectáculo y algunos (sólo algunos) destellos de calidad y emoción.

¿Frívola?

Por supuesto, esto es Hollywood, señores. Si buscan gafapastismo, compromiso, denuncia y profundidad, búsquense la vida en alguno de los múltiples festivales europeos, muchos de los cuales el espectador medio o bien desconoce, o bien le produce reminiscencias a cualquier cosa menos a cine. Muchos de ellos afirmaran sin rubor que el Oso de Berlín es un magnífico ejemplar de plantígrado germano, que la Palma de Oro de Cannes será, por lo siglos de los siglos, la de Camarón de la Isla, o que el León de Venecia está en serio peligro de extinción.

Los “entendidos”, los críticos (esos malévolos seres de verborrea inigualable, capaces de realizar críticas de una cuartilla y media en la cual, a duras penas, sólo logras llegar a entender el nombre de los actores), tienen en estos escaparates su reducto de fe, donde deleitarse con maravillosas películas iraníes o malayas, depende la cosecha del año, donde comer palomitas está penado con la horca, mientras que un ligero carraspeo de la garganta es contestado desde el fondo del patio de butacas con el legendario “CHHSSSSSSSTTTTT!!!”.

Los que hemos sido espectadores de los Oscars sabemos a lo que vamos, y estamos vacunados contra esas pequeñas dosis de extravagancia típica americana, con lo cual nos sentamos ante el televisor, rellenamos nuestras quinielas y esperamos el veredicto de los ilustres miembros de la academia hollywodiense.


Pero una cosa son pequeñas píldora de vanidad y otro que nos tomen por estúpidos paletos ramplones, hambrientos de cualquier basura que ofrezcan en la pantalla con tal de huir de nuestras monótonas realidades.El problema surge cuando el espectáculo pierde la frescura,cuando la ceremonia se vuelve plúmbea, cuando la originalidad es una frontera tras la que nadie se aventura por miedo a quedar desterrado para el resto de la eternidad. Y sobre todo, cuando la emoción, la ternura, el miedo, son sustituidos por la previsibilidad y el marketing comercial. Lo ineludible es vender, sacar pasta gansa. "American Beauty" fue un brevísimo momento de inspiración irreverente, "Pulp fiction", un momento de gamberrismo compartido por varios a la vez, que a pesar de todo no osaron nombrarla mejor película del año, como era menester. En su lugar, triunfó "Forrest Gump"...

¡¡¡Forrest Gump!!!!

Quiere ganar un Oscar?

Cuénteme una historia de superación personal, o de valores inseparables de la congénita bondad humana, cualquiera de las dos me vale, póngame un actorzuelo cuya cara nos sea reconocible,caracterízele con algun tipo de deficiencia física o psicológica, aderécelo con un secundario brillante (al cual por supuesto no premiaremos, que ése se lo tenemos que otorgar siempre a Woody Allen, por compensar), y escriba un guión digno de Disney, o de Spielberg,para el caso es lo mismo. Y, a poder ser, gástese mucho dinero que luego recuperaremos en la taquilla una vez al cartel le agreguemos unos cuantas estatuillas doradas en la cabecera. Y se lo doy. En bandeja de plata. Casi no tendrá que pasar ni por las urnas, en cuanto sea nominado todos los dedos le señalaran a usted y a su obra como nuevo icono cinematográfico.

No se le ocurra ir más lejos. No ruede de forma original. No innove. No me hable de la realidad, queremos huir de ella. No sonroje a la élite de la casta cinematográfica. Para eso, el único premio posible es el ostracismo.

Lo que importa a día de hoy ni siquiera son los premios. Sino lo supérfluo, la alfombra roja, donde acuden las rutilantes estrellas del firmamento engalanadas con su mejor bottox. Los trajes de Vitorio, Valentino, Versace, y demás gentuza, los abalorios, las joyas, las operaciones de lifting, de pecho, de culo, de papada, de cuello, de orejas, de lo que sea, las sonrisas impostadas, las relaciones endogámicas, los polvos fuera de cámara, la vanidad absoluta, la insustancialidad. Glamour se le llama a eso, dicen.

Y mientras asitimos perplejos al homenaje que se dan a sí mismos anuncios andantes de cirugía estética y vendedores de eslóganes pseudofilantrópicos con la pretensión de darnos lecciones vitales, preguntémonos en que momento la sensibilidad quedó relegada tras los artificios del desfile de las apariencias.

miércoles, 23 de febrero de 2011

Un golpe en familia




Un día como hoy hace 30 años mi abuela bajaba corriendo por la Puerta del ángel, en Barcelona, arrastrando de la mano a mi madre, por aquel entonces una adolescente pizpireta, y empujando con la que le quedaba libre el carrito donde yo dormía plácidamente, ajeno a todo lo que ocurría a mi alrededor.

Mi abuela nunca fue una gran narradora y solía esquivar con habilidad de funambulista cualquier impertinente pregunta que el mozalbete deslenguado que fui más adelante le dirigía, tratando de hacer encajar las piezas del puzzle de mi niñez.

Sin embargo, las palabras manaban de su boca a borbotones cuando recordaba aquel día en que se puso a prueba la democracia en España y no dudaba en retratarse a ella misma como la más certera imagen de una madre coraje, salvando a su familia de la supuesta amenaza de los tanques que se acercaban inexorablemente a la capital catalana según  rumores mundanos, abriéndose a paso a empellones entre la muchedumbre confundida para llegar al seguro refugio del hogar. Una vez allí, cerró la puerta con tres llaves y, por si las moscas, atrancó la puerta con una estantería, como si escondiéramos debajo de la cama al mismísimo Che Guevara. Unos minutos antes, un guardia civil salido del agujero más oscuro de la historia española, con pinta de paleto en busca de experiencias freaks en la capital, había asaltado el Congreso de los Diputados con un grupo de pobres diablos que ni siquiera sabían donde iban, esgrimiendo por todo argumento una pistola y un aire tabernario, y dejando para el recuerdo las dos mayores joyas expresivas que haya dado este país en siglos: “Quieto todo el mundo” y “se sienten, coño”.

En aquella España de principios de los 80, de atentados de ETA, heroína, Alaskas, Pegamoides, crestas rojas, pantalones de campana, pelos largos, camisas abiertas, cueros y demás,  ahíta de libertad tras una feroz represión católica-conservadora de casi 40 años, aquella figura casi surrealista de un personaje con mostacho y tricornio que se presentó en medio de una fiesta a la cual nadie le había invitado, causó un pavor que encerró a toda España en sus casas, esclavas de la televisión y la radio durante toda la noche mientras las noticias se sucedían a cada minuto.

Allí, sentados alrededor de  una vieja radio, mi familia siguió los acontecimientos que se sucedían. Mi abuela comiéndose las uñas, haciendo gala de su siempre contagioso optimismo: “Nos van a matar a todos, ya decía yo que tanta libertad nos estaba desmadrando”, mi abuelo con una cerveza en la mano pidiéndole que se callara y le dejara escuchar la radio de una “puta vez”, y mi madre confabulaba con su hermana tratando de arrancarme una sonrisa o limpiándome las babas, vaya usted a saber. Las noticias eran confusas: que si el ejército se había levantado en Valencia, que si la división de Brunete se cernía sobre Madrid, que si habían ejecutado a Suárez y Carrillo, y un largo etcétera, hasta que pasada media noche el rey apareció al rescate, imbuido de un fervor democrático que posiblemente ni él conocía, declarándose partidario del mantenimiento de la constitución y, ya que estamos, garantizándose de paso su legitimidad  como jefe de estado para el resto de sus días.

Poco importa para el resto de la historia que ese súbito amor incondicional hacia la democracia surgiera casi siete horas después del asalto, una vez el coronel Tejero despreciara la oferta del general Armada  de formar un gobierno de concentración entorno a su persona, convirtiendo lo que pretendía ser un golpe blando en un golpe puro y duro.  Y tampoco importó que fuera él mismo rey el que alimentara el golpe denostando a un Suárez superado por los acontecimientos.

Esa parte de la historia se olvidó por el camino.

Sin embargo, lo más bochornoso de aquel largo día no fue la patética huida a trompicones de los guardias civiles por las ventanas del congreso, ni los tejemanejes telefónicos del rey y los militares en las largas horas que la democracia fue secuestrada, ni siquiera que un periódico sueco titulara su edición matinal del día siguiente “Toreros toman el parlamento en España”. Lo más vergonzoso fue la pasividad de una ciudadanía que una vez más se quedó en casa, a la espera de órdenes del gobierno que saliera de aquella algarada, demasiado temerosa como para tomar la calle y reivindicar las libertades que se habían recuperado tras años de plomo y silencio.

De las pocas muestras de valor que se recogieron en aquel entonces, se ha hablado mucho de la imagen de Suárez y Gutiérrez Mellado sentados impasibles en su escaño mientras las balas silbaban sobre sus cabezas, pero el único gesto de valor auténtico lo encuentro en el secretario general del Partido Comunista que, siendo el que tenía todos los números para llevarse un tiro perdido en aquella aciaga jornada,  cuando le apuntaron con el fusil y le instaron a levantar las manos, sonrió y contestó al joven fascista “Disculpe joven, pero estoy fumando”.

Cosa que, por cierto, ahora no podría hacer.

martes, 22 de febrero de 2011

Un nuevo comienzo


Siempre resulta un tanto complicado renovar viejos hábitos abandonados hace tiempo. Cuando aún era un niño imberbe que correteaba por el patio del colegio detrás de una pelota, me invadió la afición por la lectura, y con el tiempo busqué emular a mis idolatrados autores de mi infancia, como Dickens, Julio Verne o aquella autora de una saga infantil que tanto cautivó a toda mi generación, Enid blyton.

Por aquel entonces  mis inicios novelescos consistían en historias algo truculentas y cogidas con alfiler sobre desastres naturales, en los cuales el protagonista salvador siempre era yo, y mi compañera femenina de desventuras (que obviamente se enamoraba locamente de mi), aquella chica de la ultima fila de clase que siempre me gustó, pero a la que nunca me atreví a dirigirle la palabra. Sin embargo, cuando con 12 años estaba convencido que iba a publicar mi primera obra maestra me hastiaba excesivamente pronto y abandonaba mi cometido, liquidando a todos los personajes de la novela (incluido yo mismo) sepultados en un alud, o ahogados en un terrible naufragio de sangre entre terroríficos rayos y furibundas olas, tras haber llenado la nada despreciable cantidad de una veintena de hojas, que a mi se me antojaba un logro sin igual.

Recuerdo vivamente la cara que me puso mi madre el día que me dieron un premio en un concurso literario del colegio. Fue por aquel entonces cuando los profesores la convencieron que yo era un futuro autor de éxito y le convencían que un día ganaría el poulitzer, sin darse cuenta que lo único que hacia en los exámenes era parafrasear los apuntes que tomaba en clase, aprovechando una memoria fotografica  con la que la naturaleza me había dotado. Sin embargo, ese convencimiento no les eximía de llamarme la atención durante las clases, cuando mi mente fantasiosa me llevaba a un lugar muy lejano del que me encontraba, y miraba sin ver a aquel individuo del atril que pronunciaba mi nombre cada vez en un tono mayor haciéndome abandonar mi ensoñación de una vida que no era la mía, y que sin embargo sentía mas mía que ninguna.

Con el tiempo se me hizo más difícil escribir. Me sentaba delante de la cuartilla en blanco y me invadía una extraña sensación de desasosiego. Un miedo absurdo ante la responsabilidad de plasmar mis pensamientos en esa hoja en blanco que me desafiaba desde el otro lado de la pantalla. Dejé de escribir, y cuando lo hacia simplemente era para desahogarme por una mala racha que estaba pasando, llenando esa cuartilla en blanco de ripios contra un mundo que no acababa de entender. Sin embargo, como todo lo que he empezado en la vida, nunca concluía, y cuando el sol amenazaba con brillar entre las rendijas de la persiana, me sorprendía ojeroso tras una noche en vela y avergonzado por haber mostrado mi debilidad ante ese trozo de papel del cual renegaba al instante, condenándolo al ostracismo del fondo de la papelera.

En realidad ,el hecho de nunca acabar lo que empiezo es una de lás más pesadas losas que me acompañan desde siempre, y no es patrimonio exclusivo de la escritura. Durante un tiempo quise ser ciclista, admirado por las gestas francesas de aquel extraño robot inhumano llamado Indurain, pero en cuanto conseguí ahorrar lo suficiente como para comprarme una bicicleta de carretera (nada económica, por cierto) ésta acabó criando malvas en el trastero de la casa de mi abuela. Durante un tiempo también traté de aprender a tocar la guitarra, pero cuando acepté mi incapacidad congénita y arrítmica ante la música, acabó acompañando a la ya oxidada bicicleta,. Mi último y sonado fracaso fue cuando recuperé mi vieja vocación infantil de ser bombero, me compré todos los libros de teoría habidos y por haber, todo el material necesario para sacarme unas oposiciones a las que nunca me llegué a presentar, sudé la gota gorda día tras día en el gimnasio para superar las exigentes pruebas físicas, y cuando llegó el momento de la verdad, desdeñé la opción, reconociéndome a mi mismo que no era capaz de sacrificar mi disoluto presente por un futuro siempre demasiado lejano.

El tiempo dirá si este nuevo principio tiene su continuación o acaba, como todos los demás, enterrado en el desván donde almaceno los recuerdos de los sueños que nunca me atreví a perseguir.