domingo, 5 de febrero de 2012

Hacia las tierras salvajes de Askja

"I hate the Sprengisandur, I can't understand, why you want to go there, its corrugated roads throughout, sand, boring landscape and rivers which are chest deep..."



El viejo jeep jadeaba la dura subida pedregosa directa hacia los primeros rayos del sol de la jornada. Detrás quedaban las vastas llanuras de Sprenginsandur, el desierto de arena negra, que se alzaba majestuoso tras el rastro de tierra que el coche dejaba a su trastabillado paso. Aún ateridos por el frío pasado la noche anterior, tratábamos de desperezarnos con un improvisado desayuno, cocinado al calor de un pequeño fogón portátil a la entrada de una de las tiendas que habíamos plantado en el mismo corazón de la isla, enfrente de un enorme glaciar que se deshacía en decenas de arterías que desembocaban a nuestros pies en forma de gélidas corrientes de agua.

Pocas veces había sentido esa sensación de enorme soledad, de infinito silencio e inquietante calma, acampados en el mismo corazón de la isla, a pocos metros de la carretera de montaña que cruzaba como una cicatriz las temibles highlands islandesas, cruzando a su paso peligrosos ríos glaciares que aparecían como por acto de magia en medio de un paraje lunar devastado e inhóspito dónde, hasta donde la vista alcanzaba, reinaban los cascotes y la ceniza proveniente de recientes erupciones volcánicas, mientras en un horizonte siempre lejano, asomaba imponentelas cumbre del glaciar Vatnajokull, el coloso más grande de Europa.
La antigua carretera, había sido hogar en el pasado de peligrosos forajidos islandeses, que perseguidos por la ley, trataban de refugiarse allí donde nadie osaba adentrarse, mientras se esmeraban por sobrevivir en ese bosque de piedras y lava volcánica en condiciones atroces, allí donde no existen seres vivos y donde el único sonido audible es el ruido sordo de tus propias pasos y tu sincopada respiración cortada por el gélido frío, rey indiscutible de un lugar dónde incluso en época estival las nevadas no son infrecuentes.

Kilómetro a kilómetro, nos acercábamos a nuestro destino, el Shangri-la islandés. El remoto cráter volcánico de Viti, en la caldera del Askja, accesible sólo unos pocos meses al año, dejando a nuestro solitario paso grandes extensiones tierras esculpidas por la violencia de la naturaleza salvaje del país y batidas por el viento huracanado propio de éstas regiones polares.
La lluvia hizo acto de presencia conforme nos acercábamos a nuestra meta, y la pista de arena y tierra empezó a convertirse en un peligroso lodazal en el que podíamos quedarnos atorados en cualquier momento. Extremando las precauciones, llegamos al borde del sendero que conducía a Askja, e iniciamos nuestra penosa marcha entre el diluvio, mientras en un horizonte lejano, el sol empezaba a esconderse dando lugar a un ocaso rojizo que luchaba por hacerse lugar entre el mar de nubes grises.

Y llegamos al borde del cráter, un fenómeno de la naturaleza sin par, una visión metafórica de la infinita fuerza del planeta, un inmenso hoyo en la faz de la tierra, rodeado por formidables y abruptos acantilados verticales, escupido por una fuerza titánica, y sepultado por un precioso lago termal turquesa, cuya formación, hacía mas de un siglo, había arrojado cenizas a las costas noruegas y suecas y costado la vida a cientos de personas que habitaban los fiordos del Este, ignorantes del inmenso peligro que acechaba escondido en las agrestes e ignotas tierras del interior.

Y allí, ateridos de frío, calados por el aguacero, embarrados, sucios y exhaustos, bajo un cielo plomizo y hostil, contemplando aquella lacerante herida infringida sobre la corteza de la tierra, comprendimos la insondable verdad que subyace sobre viejos proverbios, que rezan que hay momentos que valen toda una vida, y en ocasiones, incluso más.

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